El rostro fino, los labios apretados, pero mueve las manos arrugadas con rapidez. Una hoja de periódico cuidadosamente cortada en dos, una copa, envuelta como los caramelos para después meter el extremo en el interior de la copa. Una de cava, otra, otra y así hasta seis, para después empezar con las de vino.
Encorvada bajo el peso de la caja llena, se agacha trabajosamente y se le nota un leve cojeo en una pierna. Le duele desde hace años. Pero, aun así, la caja queda depositada en el suelo con cuidado. A ella no se le rompen las copas.
Una caja, dos, quizá hasta tres. Después, con menos esmero, los cacharros de cocina. A esos con poco papel les basta; es suficiente con que no choquen unos contra otros. El ruido, ese ruido metálico, ningún ruido tiene cabida en su cabeza, en la que nadan recuerdos y lágrimas confundidos en una marea inexplicable.
Todo tiene que salir de aquel piso. Todo guardado con el mismo esmero. Esto para mi nieta, esto para mi nieto, va pensando para sí mientras continúa trabajando en silencio. No es momento de palabras. Con el pensamiento le basta, aunque a veces se le escapa en algún suspiro o en un “ay, madre mía”.
Y luego a su templo, su pequeño piso humilde en el que crió a tantos hijos. No importa que sea pequeño, allí todo cabe y todos caben: los vivos y los muertos. Todos en fotos colocadas en su salón porque ella no se olvida de nadie. Unos a la derecha del mueble y los otros a la izquierda. Mira las fotos desde la butaca y se levanta, cojeando de nuevo, para mover una de ellas. Ahora, “ay, madre mía”, le toca colocarla al otro lado.
No, no quiere que nadie se quede con ella. No necesita a nadie. Siempre se las ha apañado sola: para trabajar, para criar a sus hijos y hasta para tirar las octavillas comprometedoras por la ventana. Siempre con la cabeza en su sitio, desapasionada para las cosas de la vida, práctica, dispuesta y disponible, pero con un corazón rebosante de amor.
Al cabo, también su foto pasó al otro lado del mueble hasta terminar en casa de su hija cuando su piso quedó vacío también. Vacíos, vacíos, que no se llenan porque, como pompas, estallan y se funden en la nada. Sólo quedan los recuerdos.
Los nietos a los que tantas veces cuidó crecieron, estudiaron, se hicieron adultos y aparecieron otros pisos: otro piso. Cajas, cajas que viajan hacia la ilusión de los árboles y los pájaros. Hacia una terraza bañada de sol adonde llegan chorreantes de agua, recién lavadas para quitarles el sabor a periódico viejo.
Copas de cava que entrechocan con un sonido ahora sí alegre, burbujeante, en el que los recuerdos de manos queridas, de brazos y corazones poderosos, se funden con el trino de los pájaros, con el susurro de las hojas de los árboles y con las burbujas que estallaron, pero que nos dejaron el corazón lleno de gratitud y la vista emborronada por la emoción.
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