Julieta tuvo el accidente a las ocho de la mañana. Cuando le faltaban escasos minutos para llegar al trabajo, un conductor temerario había provocado el desastre.
El tráfico era denso, pero fluido y había bastante distancia entre el coche de Julieta y el que circulaba por delante de ella en el carril izquierdo. Quizá por eso no se percató de lo que estaba ocurriendo.
Acababa de adelantarla por la derecha a toda velocidad un Peugeot 205 blanco con techo solar que luego siguió culebreando y cambiándose de carril. Como cada vez que veía a alguien hacer algo así, comentó en voz alta para sí misma que ojalá se topara con la Guardia Civil.
Julieta no fue consciente de que se había producido un accidente hasta que vio que las ruedas de la furgoneta blanca empezaron a echar humo. No se habían encendido las luces de freno, por eso, no hubo aviso alguno hasta que no vio la humareda negra.
Pisó el freno a fondo, pero no pudo hacerse con el coche. Cuando notó que su Renault 19 verde no frenaba, sino que se deslizaba a toda velocidad, se temió lo peor.
−Me voy a estrellar. Me voy a estrellar. Ay, madre mía, que me voy a matar.
En un segundo, su mente se puso a funcionar a mil por hora. Su coche no tenía ABS y tampoco airbags de ningún tipo. Siempre compraba el modelo base.
Recordó haber escuchado conversaciones sobre cómo los motoristas solían romperse la clavícula y eso le dio la idea de tensar los brazos al máximo y pegar la espalda y la cabeza con fuerza al asiento. Decidió que prefería romperse la clavícula a terminar con la cabeza destrozada contra el parabrisas.
En esos escasos segundos vio cómo se acercaba patinando a la furgoneta blanca, deslizándose sin remedio hacia ella, aferrada al volante con todas sus fuerzas.
Y, se produjo el impacto. Aturdida, en estado de shock, solo fue consciente de dos cosas en un primer instante. Una, que se había quedado entre los dos carriles y dos, que el capó estaba destrozado y echando humo.
El cinturón le impedía moverse con libertad y tampoco se le ocurrió siquiera quitárselo. Intentaba una y otra vez inclinarse para recoger su bolso, que había salido disparado del asiento del copiloto y estaba ahora en el suelo, a los pies del asiento.
Quería el teléfono. Era la única idea que le cruzaba la mente. El teléfono para poder llamar y pedir ayuda. Una grúa, la Guardia Civil.
Mientras tanto, los coches seguían circulando. Esquivaban el siniestro y seguían pasando de largo tanto por su derecha como por su izquierda durante lo que le pareció una eternidad, mientras seguía hundida en aquella bruma que se había instalado en su cabeza y que le hacía verlo todo como en un sueño.
No logró quitarse el cinturón ni coger el bolso. Mucho menos el teléfono, mientras seguía viendo cómo los coches le pasaban por ambos lados.
Entonces, un Mercedes paró en el arcén derecho. Se bajó una señora y vio cómo extendía los brazos haciendo señales a los coches para que frenaran. Ella sola detuvo el tráfico.
Cruzó los carriles y se acercó a la puerta del conductor.
−¿Estás bien? ¿Te puedes mover? Quítate el cinturón, cariño. Es peligroso. El coche está echando humo.
Julieta no sabe lo que le contestó a su ángel de la guarda. Sí recuerda que aquella señora le quitó el cinturón de seguridad, la ayudó a coger el bolso y la llevó del brazo hasta la seguridad del arcén derecho.
A Julieta le temblaban las piernas. Tenía la sensación de estar viviendo un terremoto, como si el suelo se estuviera moviendo bajo sus pies, pero la compañía de aquella desconocida la hizo sentirse segura a pesar de todo.
Allí se quedó con ella hasta que Julieta logró llamar a la Guardia Civil de Tráfico y llegó el agente. Entonces le dijo que tenía que irse, que su hija estaba en el coche, porque iba a llevarla al colegio.
Aunque Julieta supone que le dio las gracias en su momento, veinte años después le sigue estando agradecida y sigue teniendo el deseo de abrazarla cada vez que este recuerdo le cruza la mente.
En mitad del caos, del miedo, de las prisas matutinas, de la hiriente indiferencia de tantos conductores que por un momento le habían hecho perder la fe en la humanidad, una mujer sola la había salvado probablemente de sufrir un accidente aún peor. Había parado el tráfico, evitando así que otro conductor embistiera su vehículo y la había puesto a salvo. Y no solo eso, se había quedado con ella hasta asegurarse de que iba a estar atendida.
Un alma valiente y compasiva en mitad de un gentío indiferente tiene tanto poder, que puede llegar a marcar la diferencia entre la compañía y la desolación. Entre la vida y la muerte.
* Este accidente tuvo lugar en abril o mayo de 1999 en la A7 dirección a Málaga, un poco antes de llegar a la altura del estadio Martín Carpena. Si mi ángel de la guarda lee este relato, querría darle ese abrazo.
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