Ya sé que hoy es Nochebuena y que es una noche de amor,
familia, paz…, pero este año, no. Este año, lo que siento es una enorme congoja
que he tardado varios días en identificar.
Hace unos meses, muy pocos, tuve la suerte de hacer un viaje
a Tierra Santa, a Israel y Palestina. No exagero lo más mínimo si digo que fue
para mí el viaje más emocionante, enriquecedor y fascinante que he hecho nunca.
Porque aprendí mucho de geografía, de política, de religiones
varias, de cultura, de historia, y porque sentí muchas emociones compartidas
con gentes de todo el mundo y de distintas religiones, sin que eso supusiera
para ninguno de nosotros el más mínimo problema.
Bajar el Monte de los Olivos por la mañana intentando cantar
un villancico en francés para poder compartir el ritmo, la alegría y la energía
arrolladora de cientos de peregrinos de Costa de Marfil, tocar por la tarde el
Muro de las Lamentaciones y dejar allí mi plegaria y encontrarme por la noche
una boda árabe en el hotel, tocar las palmas con los invitados y familiares mientras
los novios bailaban para el abuelo de él, sentado en una silla de ruedas. Todo
pura emoción.
En ninguno de esos lugares me pidió nadie un carnet de
católica o judía, ni de musulmana. Ahí estábamos gentes de todas partes
compartiendo en paz y armonía emociones humanas que no entienden de color,
religión ni procedencia.
Hoy, cuando empiezan a sonar villancicos de pastorcillos, del
único que me acuerdo una y otra vez es del chiquillo de la foto con su cabrita
en brazos esperando que algún turista o peregrino le diese unas monedas a
cambio de posar. Porque me pregunto si tiene qué comer, si estará herido o
preso en una cárcel israelí, huérfano o muerto.
Este niño no estaba en Gaza, sino en Cisjordania, donde no hay guerra, pero donde, según la
UNRWA, la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en
Oriente Medio, desde el 7 de octubre, fecha del atentado de Hamás, hasta el 13
de diciembre, han muerto 285 palestinos, 70 de ellos menores, en ataques de
fuerzas israelíes o a manos de colonos. Hoy, lamentablemente, esa cifra habrá
aumentado.
En Belén, está la Basílica de la Natividad, a la que se
accede por una puerta de un metro de alto, más o menos, a cuyo tamaño dan varias
explicaciones. Una es que así todo el que acceda a ella deberá inclinarse. Otra,
que su tamaño obedece a cuestiones tácticas, para evitar que los turcos
pudieran profanar el templo accediendo a él a caballo en alguna de sus
incursiones.
Bajo el presbiterio se encuentra la gruta donde nació Jesús y
el lugar exacto lo marca una estrella de catorce puntas, una por cada estación del
Via Crucis. Ahí nos arrodillamos visitantes y peregrinos llenos de emoción,
cristianos o no, creyentes o no, practicantes o no. Porque el lugar está
impregnado de historia y de la fe de millones de personas que han pasado por
allí a lo largo de los siglos, dejando sobre la estrella sus oraciones, sus
lágrimas, sus plegarias y su amor.
No puede ser que, a pocos kilómetros de allí, hayan sido
asesinadas más de 20.000 personas en menos de tres meses, mientras Occidente
canta villancicos, el mundo entero mira para otro lado y los poderosos juegan a
los cromos en la ONU.
Desde la distancia, hoy quiero tocar esa estrella de nuevo y rezarle
el Gloria al Salvador, que está a punto de volver a nacer, como cada 24 de
diciembre: “Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que ama
el Señor”.
PAZ para que los pastores puedan seguir “abajando” por el
cerro de Belén y por todos los cerros del mundo.
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