domingo, 24 de diciembre de 2023

Abajaban los pastores

 


Ya sé que hoy es Nochebuena y que es una noche de amor, familia, paz…, pero este año, no. Este año, lo que siento es una enorme congoja que he tardado varios días en identificar.


    Hace unos meses, muy pocos, tuve la suerte de hacer un viaje a Tierra Santa, a Israel y Palestina. No exagero lo más mínimo si digo que fue para mí el viaje más emocionante, enriquecedor y fascinante que he hecho nunca.


    Porque aprendí mucho de geografía, de política, de religiones varias, de cultura, de historia, y porque sentí muchas emociones compartidas con gentes de todo el mundo y de distintas religiones, sin que eso supusiera para ninguno de nosotros el más mínimo problema.


    Bajar el Monte de los Olivos por la mañana intentando cantar un villancico en francés para poder compartir el ritmo, la alegría y la energía arrolladora de cientos de peregrinos de Costa de Marfil, tocar por la tarde el Muro de las Lamentaciones y dejar allí mi plegaria y encontrarme por la noche una boda árabe en el hotel, tocar las palmas con los invitados y familiares mientras los novios bailaban para el abuelo de él, sentado en una silla de ruedas. Todo pura emoción.


    En ninguno de esos lugares me pidió nadie un carnet de católica o judía, ni de musulmana. Ahí estábamos gentes de todas partes compartiendo en paz y armonía emociones humanas que no entienden de color, religión ni procedencia.


    Hoy, cuando empiezan a sonar villancicos de pastorcillos, del único que me acuerdo una y otra vez es del chiquillo de la foto con su cabrita en brazos esperando que algún turista o peregrino le diese unas monedas a cambio de posar. Porque me pregunto si tiene qué comer, si estará herido o preso en una cárcel israelí, huérfano o muerto.


    Este niño no estaba en Gaza, sino en Cisjordania, donde no hay guerra, pero donde, según la UNRWA, la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados de Palestina en Oriente Medio, desde el 7 de octubre, fecha del atentado de Hamás, hasta el 13 de diciembre, han muerto 285 palestinos, 70 de ellos menores, en ataques de fuerzas israelíes o a manos de colonos. Hoy, lamentablemente, esa cifra habrá aumentado.


    En Belén, está la Basílica de la Natividad, a la que se accede por una puerta de un metro de alto, más o menos, a cuyo tamaño dan varias explicaciones. Una es que así todo el que acceda a ella deberá inclinarse. Otra, que su tamaño obedece a cuestiones tácticas, para evitar que los turcos pudieran profanar el templo accediendo a él a caballo en alguna de sus incursiones.


    Bajo el presbiterio se encuentra la gruta donde nació Jesús y el lugar exacto lo marca una estrella de catorce puntas, una por cada estación del Via Crucis. Ahí nos arrodillamos visitantes y peregrinos llenos de emoción, cristianos o no, creyentes o no, practicantes o no. Porque el lugar está impregnado de historia y de la fe de millones de personas que han pasado por allí a lo largo de los siglos, dejando sobre la estrella sus oraciones, sus lágrimas, sus plegarias y su amor.


    No puede ser que, a pocos kilómetros de allí, hayan sido asesinadas más de 20.000 personas en menos de tres meses, mientras Occidente canta villancicos, el mundo entero mira para otro lado y los poderosos juegan a los cromos en la ONU.


    Desde la distancia, hoy quiero tocar esa estrella de nuevo y rezarle el Gloria al Salvador, que está a punto de volver a nacer, como cada 24 de diciembre: “Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres que ama el Señor”.


    PAZ para que los pastores puedan seguir “abajando” por el cerro de Belén y por todos los cerros del mundo.


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