Hoy me
siento fatal con una mezcla de cólico, náuseas, mareos, dolor de garganta, y
como no he ido a trabajar porque casi no puedo tenerme en pie, tengo tiempo de
ver las noticias desde el principio tranquilamente tirada en el sofá, lo que a
decir verdad no ayuda excesivamente a mi bienestar físico ni emocional.
Hasta hace
poco rato estaba en la cama leyendo el libro Palestina, el hilo de la memoria de la periodista Teresa
Aranguren Amézola, que
hasta ahora me ha enseñado poco sobre los orígenes del conflicto entre Israel y
Palestina, pero que tiene
la ventaja de presentarlo todo recogido y ordenado cronológicamente y no como
yo he ido averiguándolo a lo largo de los años, leyendo retazos por aquí y por
allí. Eso ya me ha hecho levantarme lamentándome por el cinismo ejercido
internacionalmente desde tantas partes y la premeditada distorsión de la
historia que nuevamente me lleva a mi cada vez más admirado Orwell y a su 1984. ¡Cuántos Orwells necesitaríamos
hoy en día!
Con el
telediario (mis hijos, como viene siendo habitual, al verme coger el mando me
preguntan con cara de enfado: “Mamá, ¿para qué pones la tele otra vez?”. Están
cansados de malas noticias) me entero de que el Defensor del Pueblo publica un
estudio por el que demuestra que hay más de cuatrocientas mil víctimas de
pederastia en la Iglesia (seis veces la población de Benalmádena, que ahora
tiene unos 67000 habitantes), de que la ONU ha tardado dos semanas en decir que
se están produciendo crímenes de guerra en Gaza (aunque hace 76 años de la
Declaración Universal de los Derechos Humanos y otros 76 desde la Resolución
181 que establecía la creación de un estado judío y otro árabe, sin que hasta
el momento exista más que un estado que ha ido, además, apropiándose cada vez
de más territorio que no le corresponde), de que el precio del combustible subió
supuestamente por la invasión de Ucrania por parte de Rusia, pero resulta (¡oh,
sorpresa!) que Repsol tiene récord de beneficios, de que el precio del dinero ha subido seis
veces para contener la economía (¡qué pena que no me diera por estudiar
economía para poder entender ciertas cosas!), pero resulta que mientras los
hipotecados pagamos cada vez más por nuestra vivienda, el Santander tiene unos
beneficios récord, de que la guerra en Ucrania ya no existe porque Israel, en
su lucha contra Hamás, está matando palestinos sin control y seguirán muriendo
porque los hospitales ya no pueden atender a los heridos, puesto que no tienen
luz, combustible ni medicamentos (¿podemos imaginar el horror que debe ser
amputarle la pierna a un niño de 8 o 9 años sin anestesia en presencia de su
madre? Pues eso contó un médico el otro día) y escasean la comida y el agua. De
que Israel dice que la ONU es corrupta, pero no se acuerda de que desde el 47
lleva vulnerando los acuerdos de la ONU y los Acuerdos de Oslo desde el 93, que
establecían la creación de “un gobierno autónomo provisional palestino” para
Cisjordania y Gaza durante un periodo de transición “de no más de cinco años”
que debía llevar a una solución permanente basada en la resolución 242 del
Consejo de Seguridad de la ONU, que exigía la retirada de las fuerzas israelíes
de territorios ocupados durante la guerra del 67 y, nuevamente, la creación de
un estado soberano palestino junto al de Israel (¿se ha producido alguna de las
dos cosas?).
En casa, hay
quien niega la existencia de la violencia machista, a pesar de que van 51
mujeres asesinadas (según el último balance del Ministerio de la Presidencia,
Relaciones con las Cortes e Igualdad), la política nacional sólo promueve el
ruido y el odio, el enfrentamiento, las zancadillas... un eterno patio de
colegio.
Y entonces,
recuerdo la dramática noticia de hace un par de días, la del niño con autismo
que declara de repente en mitad de una charla y ante el asombro de todos, que
ha sufrido bullying y que ha estado
al borde del suicidio.
Y ahí, en
mitad de ese tsunami de suciedad, en mitad de ese vertedero, he recordado algo
que me ocurrió hará un par de semanas en el instituto:
Estaba de
guardia en un grupo de los pequeños, no recuerdo si un 1º o un 2º de ESO, a los
que no conocía porque nunca antes había entrado en su aula. El alumnado estaba
entretenido haciendo distintas cosas, algunos repasando para un examen, otros
hacían deberes y había un chico rubio coloreando una lámina. Ya me llamó la
atención cuando pasé lista porque, a pesar de estar sentado en segunda fila, no
me contestó cuando lo nombré, como si estuviera ausente, en su mundo.
En algún
momento de esa hora, comenzó a sonar la sirena con toques repetidos y
continuados, lo que indica que comienza el simulacro (por fortuna, siempre ha
sido así hasta ahora) de evacuación. Normalmente, al profesorado se nos informa
de antemano de la semana en la que se va a producir ese simulacro, por lo que,
al no haber sido advertida, pensé que se trataba de algo real y comencé a
darles instrucciones a los alumnos que estaban cerca de las ventanas para que
cerrasen persianas y ventanas, a la delegada le indiqué que contase al alumnado
y que se colocara al inicio de la fila, que no recogiesen sus pertenencias,
abrí la puerta para que empezasen a salir ordenadamente y en el pasillo me
encontré a la jefa de estudios avisando de que había sido un error, que no
pasaba nada y que volviésemos todos a las aulas.
Entonces, el
niño rubio, gordito, diferente, el que había estado dibujando tranquilamente en
su cuaderno, con expresión asustada y nerviosa, viene y se abraza a mí
temblando, “tengo miedo, seño”. Lo aprieto fuerte y empiezo a repetirle que no
se asuste, que ha sido un error, que no pasa nada, que está seguro, que va a
estarlo, aunque alguna vez vuelvan a sonar las sirenas de evacuación porque
sólo se trata de un ejercicio.
Cuando
deshace el abrazo porque se ha tranquilizado, veo que, tras él, en el pasillo
que hay entre las mesas, se ha formado una cola de compañeros que esperan para
abrazarlo. Sí, para ir abrazándolo por turnos. Lo abrazaban, le daban unas
palmaditas en la espalda y después volvían a su pupitre con total normalidad,
como si fuese algo que hacían habitualmente, todos los días. Sin burlas, sin
sonrisitas macabras, sin comentarios hirientes, sin cogotazos. Y entonces es
cuando se me viene a la cabeza el título de esta entrada, “Y, a pesar de todo,
crecen flores en el vertedero”.
Vuelvo a leer esta entrada. Es reconfortante. No quita nada de la crueldad que sigue desarrollándose en Palestina, no la oculta, al contrario, nos la vuelve a poner ante los ojos. Pero es reconfortante, porque es verdad que a pesar de todo la flor del loto crece del cieno.
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