jueves, 28 de septiembre de 2023

Olimpia

 


Olimpia



 


Cada vez que Olimpia miraba la Roomba que circulaba por la casa, hablaba con ella:

−Hay que ver lo que nos parecemos tú y yo, ¿eh?


A Olimpia nada le había resultado excesivamente fácil en la vida. En realidad, nada le había salido a la primera. O casi nada.


Tenía la sensación de llevar toda la vida dándose chocazos contra las paredes, literal y figuradamente. En su atolondramiento y su energía de miura, no había medido demasiado sus pasos, sino que se había ido lanzando a la aventura, tirándose a la piscina sin mirar primero si tenía agua o no.


Pero, ¿qué le iba a hacer? No podía remediarlo. Olimpia era así, decidida, impetuosa, apasionada. Cuando algo se le metía entre ceja y ceja, eso había que hacerlo y había que hacerlo ya. La paciencia no era precisamente una de sus virtudes.


Uno de los primeros chocazos literales que recordaba fue el que se dio contra la pared cuando tenía unos tres años. Como «era muy mala para comer», en palabras de su madre, a veces le consentía algún capricho con tal de que comiera. Aquel día, daba una carrera hasta el fondo de la sala y después volvía a por otro trozo de tortilla que su madre le metía en la boca. Su padre no estaba muy conforme con el procedimiento, así que cuando en una de las carreras no midió bien la distancia y terminó dándose un cabezazo contra la pared que le sacó un buen chichón, no solo no comió más, sino que se encontró con un buen tortazo con la mano abierta que su padre llevaba rato queriendo darle.


Otra vez se abrió una brecha en la frente contra una reja cuando volvía de una excursión con sus compañeros de parvulitos. Cuando la maestra la escuchó llorar, le miró las rodillas pensando que se habría caído y no reparó en la brecha hasta que vio que le chorreaba la sangre. Pero, mira por dónde, aquel día se dio Olimpia su primer paseo en Vespa. En los años sesenta, aquel era un vehículo de lo más. Qué pena que no hubiera estado en casa el otro vecino, porque aquel además tenía sidecar y eso ya habría sido un sueño cumplido.

Cuando tuvo algo más de edad, le fascinaban el agua y el fuego, así que no pudo resistir la tentación de imitar a su abuelo. Lo había visto preparar el brasero y le deslumbraba la llamarada que surgía cuando vertía un chorro de gasolina. Esperó a que el abuelo saliera del garaje para hacer ella la prueba, sin calcular que él medía dos metros y ella probablemente no levantaba más de noventa centímetros del suelo. Como era de esperar, se abrasó el brazo y tampoco se libró del tortazo en el culo.


En el colegio se chocó contra el inglés en sus primeros años. Desde que aquella profesora nativa entró en el aula hablando en inglés, decidió que aquello no era lo suyo y literalmente cerró los oídos a cualquier palabra que aquella mujer pudiera pronunciar. Además, como no tenía ni idea, sus compañeras se burlaban de ella cuando le tocaba decir algo y, ya de camino, le pusieron un mote que detestaba, así que cada vez que se encontraba con las niñas en el baño, se daba media vuelta y lo dejaba para después.


Lo del inglés lo solucionó su padre años después en vista de la incapacidad de la cría para enterarse de nada. Le buscó un profesor particular que logró que al fin se obrara el milagro. Aquello no era tan incomprensible como le había parecido durante los tres últimos años.

En el instituto tuvo otro chocazo más. Su tutor de segundo de BUP. Como se sentaba al final donde estaban las repetidoras, automáticamente la etiquetó sin haberse molestado en hablar siquiera con ella. Claro, que como tampoco se enteraba del latín que él explicaba, seguramente sumó dos y dos y sacó sus conclusiones. Fue el primer profesor que llamó a su padre para quejarse de ella. Se pasó dos noches sin dormir antes de la temida tutoría y desde que vio al tutor subido en una Vespa, dejó de gustarle esa moto para siempre.


Fue la última de sus amigas en tener novio. ¿Por qué? Ella quería tener novio también. Pero no se le acercaba nadie. Sus amigas, altas, bajas, guapas, feas, simpáticas, pavas… todas tenían novio; menos ella.


Pero como dicen que cuando Dios quiere castigarnos, nos concede nuestros deseos, fue la primera en casarse. Eso sí, un fiasco total. De todos los hombres del mundo, fue a darle el «sí, quiero» al que menos le convenía. Tras ponerle debida y, dicho sea de paso, merecidamente, los cuernos con un señor de lo más interesante, dejó al marido. Con lo que se dio su primer chocazo adulto importante, porque se quedó en la ruina y mal mirada por toda su familia.


Después de eso, debió de volverse inexplicablemente atractiva para el género masculino porque ahí sí que le empezaron a salir novios hasta de debajo de las piedras. Tuvo unos cuantos que no le duraban ni un año, como si tuvieran fecha de caducidad, hasta que se cansó de tanto trasiego y optó por dejar el casting.


Mientras hacía la carrera, después de pasar por diversos trabajos en los que tuvo que soportar a jefes vomitivos y desagradables, a otros que no le pagaban a tiempo y a clientes impertinentes, decidió montar su propio negocio. Eso sí, sin tener ni la más mínima idea de gestión ni estrategias de mercado. De modo que, tras haber cobrado el paro en un solo pago y de haberse gastado los pocos ahorros que tenía, tuvo que cerrarlo con pérdidas y se encontró con el salón lleno de restos de la tienda con los que no sabía qué hacer. Y vuelta a la casilla de salida.


Años después, volvió a arriesgarse y probar suerte de nuevo con el matrimonio. Este le duró un poco más, pero tampoco fue para tirar cohetes. Había sido una especie de tren del terror porque nunca sabía de dónde le iba a venir el siguiente sobresalto o el siguiente escobazo. De modo que volvió a salir escalabrada y en la ruina.


Se sonreía con los chistes machistas como el de la Barbie divorciada, que se queda con la casa de Ken, el coche de Ken y no sé qué más de Ken. Ella debía de ser la Barbie tonta porque las dos veces que había probado suerte, había salido con una mano delante y otra detrás. Pero había salido, eso sí.


La ruina le agudizó el ingenio porque desarrolló habilidades que no había explotado aún en busca de alguna manera de mejorar sus ingresos. Y así seguía. Buscando siempre nuevas opciones.


Por eso, miraba la Roomba y le decía:


−Mira, yo, como tú. Cada vez que me doy un trastazo, retrocedo y busco otra salida. Igualita que tú cuando chocas contra la pata de la silla. Eso sí, cualquier cosa menos quedarnos paradas dando vueltas sobre nosotras mismas. Y de quedarnos sin batería, ni hablar. No hay obstáculo que nos frene, Roomba mía.  Que parecemos hermanas, vaya.

 


 


1 comentario:

  1. Brillante, ingeniosa, conmovedora, cautivadora, nostálgica...
    Gran alegoría sobre la lucha y los errores, que al final no lo son tanto, simplemente son cosas que nos pasan por querer VIVIR.

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