Olimpia
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−Hay
que ver lo que nos parecemos tú y yo, ¿eh?
A
Olimpia nada le había resultado excesivamente fácil en la vida. En realidad,
nada le había salido a la primera. O casi nada.
Tenía
la sensación de llevar toda la vida dándose chocazos contra las paredes,
literal y figuradamente. En su atolondramiento y su energía de miura, no había
medido demasiado sus pasos, sino que se había ido lanzando a la aventura,
tirándose a la piscina sin mirar primero si tenía agua o no.
Pero,
¿qué le iba a hacer? No podía remediarlo. Olimpia era así, decidida, impetuosa,
apasionada. Cuando algo se le metía entre ceja y ceja, eso había que hacerlo y
había que hacerlo ya. La paciencia no era precisamente una de sus virtudes.
Uno
de los primeros chocazos literales que recordaba fue el que se dio contra la
pared cuando tenía unos tres años. Como «era muy mala para comer», en palabras
de su madre, a veces le consentía algún capricho con tal de que comiera. Aquel
día, daba una carrera hasta el fondo de la sala y después volvía a por otro
trozo de tortilla que su madre le metía en la boca. Su padre no estaba muy
conforme con el procedimiento, así que cuando en una de las carreras no midió
bien la distancia y terminó dándose un cabezazo contra la pared que le sacó un
buen chichón, no solo no comió más, sino que se encontró con un buen tortazo
con la mano abierta que su padre llevaba rato queriendo darle.
Otra
vez se abrió una brecha en la frente contra una reja cuando volvía de una
excursión con sus compañeros de parvulitos. Cuando la maestra la escuchó
llorar, le miró las rodillas pensando que se habría caído y no reparó en la
brecha hasta que vio que le chorreaba la sangre. Pero, mira por dónde, aquel
día se dio Olimpia su primer paseo en Vespa. En los años sesenta, aquel era un
vehículo de lo más. Qué pena que no hubiera estado en casa el otro vecino,
porque aquel además tenía sidecar y eso ya habría sido un sueño cumplido.
Cuando
tuvo algo más de edad, le fascinaban el agua y el fuego, así que no pudo
resistir la tentación de imitar a su abuelo. Lo había visto preparar el brasero
y le deslumbraba la llamarada que surgía cuando vertía un chorro de gasolina.
Esperó a que el abuelo saliera del garaje para hacer ella la prueba, sin
calcular que él medía dos metros y ella probablemente no levantaba más de
noventa centímetros del suelo. Como era de esperar, se abrasó el brazo y
tampoco se libró del tortazo en el culo.
En
el colegio se chocó contra el inglés en sus primeros años. Desde que aquella
profesora nativa entró en el aula hablando en inglés, decidió que aquello no
era lo suyo y literalmente cerró los oídos a cualquier palabra que aquella
mujer pudiera pronunciar. Además, como no tenía ni idea, sus compañeras se
burlaban de ella cuando le tocaba decir algo y, ya de camino, le pusieron un
mote que detestaba, así que cada vez que se encontraba con las niñas en el
baño, se daba media vuelta y lo dejaba para después.
Lo
del inglés lo solucionó su padre años después en vista de la incapacidad de la
cría para enterarse de nada. Le buscó un profesor particular que logró que al
fin se obrara el milagro. Aquello no era tan incomprensible como le había
parecido durante los tres últimos años.
En
el instituto tuvo otro chocazo más. Su tutor de segundo de BUP. Como se sentaba
al final donde estaban las repetidoras, automáticamente la etiquetó sin haberse
molestado en hablar siquiera con ella. Claro, que como tampoco se enteraba del
latín que él explicaba, seguramente sumó dos y dos y sacó sus conclusiones. Fue
el primer profesor que llamó a su padre para quejarse de ella. Se pasó dos
noches sin dormir antes de la temida tutoría y desde que vio al tutor subido en
una Vespa, dejó de gustarle esa moto para siempre.
Fue la última de sus amigas en tener novio. ¿Por qué? Ella quería tener novio también. Pero no se le acercaba nadie. Sus amigas, altas, bajas, guapas, feas, simpáticas, pavas… todas tenían novio; menos ella.
Pero
como dicen que cuando Dios quiere castigarnos, nos concede nuestros deseos, fue
la primera en casarse. Eso sí, un fiasco total. De todos los hombres del mundo,
fue a darle el «sí, quiero» al que menos le convenía. Tras ponerle debida y,
dicho sea de paso, merecidamente, los cuernos con un señor de lo más
interesante, dejó al marido. Con lo que se dio su primer chocazo adulto
importante, porque se quedó en la ruina y mal mirada por toda su familia.
Después
de eso, debió de volverse inexplicablemente atractiva para el género masculino
porque ahí sí que le empezaron a salir novios hasta de debajo de las piedras.
Tuvo unos cuantos que no le duraban ni un año, como si tuvieran fecha de
caducidad, hasta que se cansó de tanto trasiego y optó por dejar el casting.
Mientras
hacía la carrera, después de pasar por diversos trabajos en los que tuvo que soportar
a jefes vomitivos y desagradables, a otros que no le pagaban a tiempo y a
clientes impertinentes, decidió montar su propio negocio. Eso sí, sin tener ni
la más mínima idea de gestión ni estrategias de mercado. De modo que, tras
haber cobrado el paro en un solo pago y de haberse gastado los pocos ahorros
que tenía, tuvo que cerrarlo con pérdidas y se encontró con el salón lleno de
restos de la tienda con los que no sabía qué hacer. Y vuelta a la casilla de
salida.
Años
después, volvió a arriesgarse y probar suerte de nuevo con el matrimonio. Este
le duró un poco más, pero tampoco fue para tirar cohetes. Había sido una
especie de tren del terror porque nunca sabía de dónde le iba a venir el
siguiente sobresalto o el siguiente escobazo. De modo que volvió a salir
escalabrada y en la ruina.
Se
sonreía con los chistes machistas como el de la Barbie divorciada, que se queda
con la casa de Ken, el coche de Ken y no sé qué más de Ken. Ella debía de ser
la Barbie tonta porque las dos veces que había probado suerte, había salido con
una mano delante y otra detrás. Pero había salido, eso sí.
La
ruina le agudizó el ingenio porque desarrolló habilidades que no había
explotado aún en busca de alguna manera de mejorar sus ingresos. Y así seguía.
Buscando siempre nuevas opciones.
Por
eso, miraba la Roomba y le decía:
−Mira,
yo, como tú. Cada vez que me doy un trastazo, retrocedo y busco otra salida.
Igualita que tú cuando chocas contra la pata de la silla. Eso sí, cualquier
cosa menos quedarnos paradas dando vueltas sobre nosotras mismas. Y de
quedarnos sin batería, ni hablar. No hay obstáculo que nos frene, Roomba
mía. Que parecemos hermanas, vaya.
Brillante, ingeniosa, conmovedora, cautivadora, nostálgica...
ResponderEliminarGran alegoría sobre la lucha y los errores, que al final no lo son tanto, simplemente son cosas que nos pasan por querer VIVIR.