Rocío
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ocío era guapísima. De eso no cabía duda. Rubia y de ojos
azules, era la envidia de todas sus amigas porque no había muchacho que no se
fijara en ella. Su presencia ensombrecía a todas las demás. Cuando el cine
llegó al pueblo, hubo incluso quien llegó a decir que parecía una actriz de
Hollywood.
Aun
así, nunca fue una niña vanidosa, a pesar de los elogios constantes. Quizá no
fuera consciente de su belleza, pero lo cierto es que no se consideraba nada
especial y tampoco entendía por qué sus amigas a veces torcían el gesto cuando
les robaba la atención de algún muchacho. No era su intención.
Estudiaba
en la escuela del pueblo y hacía las cosas que solían hacer las niñas: limpiar,
coser, bordar el ajuar e ir a misa los domingos y fiestas de guardar. No porque
fuera especialmente religiosa, sino porque era lo que había que hacer.
Precisamente
esos días, con todo el pueblo vestido de domingo, era cuando Rocío más llamaba
la atención. Porque esos días no se
trabajaba, y tanto los jóvenes como los mayores aprovechaban la ocasión para
salir a ver y dejarse ver.
Especialmente
los jóvenes, que remoloneaban en la placita a la salida de la misa de once para
ver a las muchachas, bromeando entre ellos, porque quien más y quien menos, ya
había decidido cuál de aquellas chicas era el objeto de sus amores y los demás,
con ganas de jarana, aprovechaban para gastarle bromas.
Después,
cuando ellas se iban a dar el paseo por la vera del río, siempre en grupitos o
de dos en dos, cogidas del brazo, procuraban hacerse los encontradizos para
dejarse ver y los más atrevidos, hasta se acercaban para decirles algún piropo
o hacerles algún requiebro, aprovechando que los padres andaban ya llegando a
las tabernas y habían relajado la vigilancia.
Rocío,
muy bien aleccionada, al igual que el resto de muchachas, por su madre, por las
enseñanzas del maestro y los sermones del cura, sabía que había que ser muy
cuidadosa con los muchachos y no dejarse embaucar por sus palabras bonitas,
porque, como decía el refrán, «el que
en la calle la besa, en la calle la deja» y no quería quedarse para vestir
santos.
Pero ya había cruzado miradas con Manuel. Era
difícil no fijarse en él. Bien plantado, moreno y alto, con el pelo ensortijado
y una sonrisa luminosa. Aparte de buen mozo, tenía fama de trabajador y
honrado. Un hombre formal, como tenía que ser.
A Manuel lo vio una vecina rondar su calle por la
noche y, cuando se lo dijo a Rocío, ella empezó a dejar abierta la ventana, por
si volvía a pasar.
Y así fue. Al cabo de un par de días, Manuel volvió
a pasar, y esta vez, se paró bajo su ventana:
«Tras de su cancela de hierro forjado
hay una mocita de piel bronceá
y juntito a ella, moreno y plantado
un mozo encendido que hablándole está»[1].
Muchas
noches más pasó Manuel bajo aquella ventana. Tantas, que el padre de Rocío
empezó a carraspear cuando por casualidad salía Manuel en conversación. Tampoco
a su madre le hacía gracia ya aquello. Manuel debería haber hablado con el
padre. Ya tendría que haberse decidido.
No
querían que la niña se quedara señalada. Aunque oficialmente no fueran novios,
en el pueblo aquello ya se daba por sentado, y no convenía dar lugar a
murmuraciones.
Rocío
le había hecho alguna insinuación a Manuel, pero no era de muchachas decentes
ser muy atrevida en sus exigencias. No fuera a ser que el hombre la tomara por
una fresca y la dejara plantada en la ventana. Tendría que esperar a que él
diera el paso.
Como
a ella sí le había hablado de casamiento, Rocío había empezado a bordar sus
iniciales en los pañuelos que quería regalarle cuando viniera a hablar con su
padre. Había pensado dejar las de las sábanas para más adelante, cuando fuera
oficial.
La
reticencia de Manuel hizo que Rocío cerrara una noche la ventana. Y así pensaba
dejarla hasta que no tomara una determinación. Aquello hacía tiempo que había
dejado de estar bien visto. Temía que Manuel se cansara y buscara otra ventana,
pero tampoco había mucho más que pudiera hacer.
Él
entendió el mensaje y al cabo de una semana llamó a su puerta. Rocío no era
mujer con la que se pudiera jugar. Así le gustaban a él las mujeres, formales y
cuidadosas con su honra.
Le
pidió permiso al padre para visitar a Rocío y este se lo dio. Era un muchacho
trabajador y de buena familia y, además, ya se sabía en todo el pueblo que
llevaba tiempo viniendo a verla a la reja. A partir de ahora, Manuel la
visitaría formalmente, los dos sentados en el patio bajo la vigilancia de la
madre o de alguna de las hermanas. Y ya con fecha de boda, como Dios manda.
En
un descuido de la hermana, Manuel, que era formal, pero no de piedra, fue a
robarle un beso a Rocío y ella no se retiró. Ya lo había intentado otras veces,
en la reja, pero ella siempre había esquivado sus intentos. Esta vez, halagada
por el ardor de Manuel y con la boda ya fijada para pocos días después, se dejó
besar levemente.
Ya
no volverían a verse hasta la boda. Manuel estaba terminando de adecentar la
casa a la que iban a mudarse a las afueras del pueblo. Solo le faltaba recoger
la mesa y las sillas que había encargado. Rocío, por su parte, ya había
terminado de bordar las iniciales en las sábanas y estaba a falta de hacerse la
última prueba del vestido de novia que le estaba haciendo su tía.
En
la casa había un ejército de primas, tías y vecinas preparándolo todo para la
celebración. Y su padre, que se había encargado un traje nuevo para la ocasión,
estaba a falta de ir a por el vino bueno que había pedido que le trajeran
especialmente.
La
costumbre dictaba que el novio debía esperar a la novia a las puertas de la
iglesia. Y ella, esperaba en la casa, preparada y dispuesta, a que la
chavalería avisara de que el novio ya había llegado. Solo entonces, salía la
novia andando de su casa y del brazo del padre.
Rocío,
como no podía ser de otro modo, esperaba impaciente y vestida de blanco a que
se oyera el griterío en su puerta. Miraba inquieta las manecillas del reloj de
pared herencia de su abuelo. Le pasaban por la cabeza todo tipo de desgracias,
porque solo una desgracia podría hacer que Manuel se retrasara. Por otro lado,
si hubiera ocurrido algo grave, ya se habría sabido. Alguien habría venido a
avisarla, que para eso era su novia y muy pronto su mujer.
Allí
no llegó nadie a avisar ni a traer carta ni recado alguno. Tampoco llegó la
chiquillería bulliciosa. Y fue ese silencio precisamente el que le dio a la
llorosa Rocío la respuesta que necesitaba, mientras recordaba la letra de la
copla:
«Yo te vi tan arrogante
con un sello en el semblante
de ser un hombre de honor
y creí con inocencia
que dictaban tu conciencia
las palabras de tu amor.
El tributo
de tus besos
con mi honra
yo pagué
porque ya no
soy tu novia
ni tampoco
tu mujer.
Tú solamente tú
fuiste la causa de mi perdición»[2].
Aquel
beso robado había sembrado las dudas en el corazón de Manuel. Después de todo,
quizá Rocío no fuese la mujer decente y orgullosa de su honra que él había
imaginado.
Con
el paso de los días y sin que Manuel diese señales de vida, todos en la casa
fueron conscientes de que la suerte de Rocío estaba echada.
Manuel
seguía en el pueblo, como siempre, como si nada hubiera ocurrido. Ojalá al
menos hubiera decidido marcharse. Quizá eso habría hecho más llevadera la
situación de Rocío.
Compuesta
y sin novio, plantada prácticamente en el altar, ya no habría muchacho decente
que rondara su calle ni se asomara a su reja. Ya podía Rocío cerrar su ventana
para siempre.
No
quería Rocío ver las miradas tristes de sus padres ni convertirse en la tía
solterona a la que todos miraban con lástima o desprecio, según su capacidad
para sentir compasión por el dolor ajeno. Así que, vestida con su traje blanco,
para que todo el mundo la viera, y con la cabeza muy alta, salió un día de su
casa andando caminito del convento.
«Ahora es
otro el patio salpicao de rosas,
patio de las
monjas de la caridad,
donde hasta la muerte
llora silenciosa
la canción amarga de su soledad.
Regando las
flores hay una monjita,
Que como
ellas tiene carita de flor
Y que se
parece a aquella mocita
Que tras la cancela
le hablaban de amor.»[3]
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