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a bisabuela Rosalía metía las vueltas de las compras en
un calcetín. Lo guardaba en la alacena de la cocina, detrás de las orzas que
había en uno de los estantes.
Nunca
aprendió a leer ni a escribir y desde que se dejaron de usar los reales, andaba
perdida con las perras gordas y las perras chicas que el bisabuelo José le iba
dando cuando volvía del pueblo con los mandados. Poca cosa, porque casi todo lo
que necesitaban lo criaban, lo cultivaban o lo preparaban ellos mismos en el
cortijo. Pescado, sobre todo, seco mayormente o salado, y las telas para
confeccionar vestidos, camisas y pantalones. Y el vino y el aguardiente, porque
de eso no producían.
Café
no, porque como al bisabuelo no le gustaba, le tenía prohibido que lo hiciera.
Pero ella se las apañaba para que algún vecino o algún hermano le trajera café
en grano sin que José se enterara. Se echaba los granos en el bolsillo del
delantal que llevaba siempre puesto y luego se los llevaba a la boca para
saborearlos o masticarlos cuando le apetecía.
Vivían
de aparceros en aquella finca, que ya antes había explotado su suegro, y
repartían los beneficios con el señorito, al que ninguno de los dos conocía,
porque nunca había puesto los pies en el cortijo, al menos que ellos tuvieran
noticia. El bisabuelo se entendía con un secretario o intermediario que era con
el que hablaba un par de veces al año, normalmente para ajustar las cuentas de
la venta de las almendras y las aceitunas. O de la cosecha de trigo y cebada.
En el bar. Porque las cosas de hombres se hacían siempre en un bar con un buen
vaso de vino fino o Montilla, o dos, o los que se terciaran.
Era
una finca grande, de doscientas fanegas. Tanto, que ni con los hijos había
brazos suficientes, a pesar de que la bisabuela se pasó años de embarazo en
embarazo. Estrenaron el siglo XX con otro varón, al que llamaron Juan, y este
era ya el quinto, además de las niñas que habían llegado antes.
Por
eso, andaba por allí un pequeño ejército de cabreros, porqueros, muleros y
jornaleros que aumentaba o disminuía según la temporada. Las cuadrillas las
componían casi siempre los mismos hombres, que igual recogían y descapotaban
almendras, que vareaban olivos y recogían aceitunas o araban las tierras, trillaban
en la era, aventaban, sembraban el huerto o lo que fuese haciendo falta en cada
momento.
De
la casa, de amasar y cocer el pan, de hacer, lavar y planchar la ropa, de
preparar la comida para aquel pequeño ejército y del corral de las gallinas, se
encargaba la bisabuela ayudada por las niñas y por alguna criada, chiquillas
que las familias mandaban a servir a otra casa, aunque fuera solo por quitarse
otra boca que alimentar.
No
faltaba el trabajo en aquel caserón, al que de cuando en cuando había que
añadir algún cuarto o algún corral o establo para ir albergando a tanta gente y
tantos animales. Y también trojes para el grano.
La
bisabuela Rosalía pasaba mucho tiempo sola, como ama de la casa y del cortijo,
porque el bisabuelo iba al pueblo con frecuencia. Se tardaban horas en llegar
siguiendo el lecho seco del río a caballo o vadeándolo cuando llevaba agua tras
alguna racha de lluvias, de modo que el bisabuelo no siempre iba y volvía en el
día. A veces, pasaba la noche allí, o más de una noche, si encartaba alguna
fiesta o alguna borrachera. Para eso era un hombre y no tenía que dar
explicaciones de lo que hacía o dejaba de hacer.
Uno
de los días que el marido estaba en el pueblo, el cabrero, José, al que
apodaban el Macana, se acercó a la casa a llevar una cántara de leche. Sabía
que Rosalía estaba sola y llevaba tiempo esperando el momento, así que
aprovechó para requerirla de amores.
−Ni
pensarlo. Y como me lo vuelvas a insinuar, se lo digo a José.
−Pero
el amo no está, y si no te vienes conmigo, dejo las cabras ahora mismo y me
voy. Allá tú si se pierden.
−Pues
déjalas que se pierdan.
A
lo que el Macana, salió dando zancadas y se largó del cortijo.
Cuando
volvía el bisabuelo al día siguiente, fue viendo cabras desperdigadas por
aquellos montes y se fue en busca de Rosalía para que le diera una explicación.
−El
Macana, que me ha requerido, y como le dije que no, pilló la puerta y se largó.
Fue
ahora José el que salió por la puerta a toda prisa en busca del Macana. Su
familia vivía en una casita no muy lejos de allí y no le cabía duda de que lo
encontraría.
Cuando
se lo echó a la cara, le espetó sin más preámbulo:
−Ya
me ha contado Rosalía. Que no se ha dejado, ¿no? Pues tú no te aburras, hombre,
que igual lo consigues cualquier día.
De
modo que el Macana, sin más conversación, volvió a coger el zurrón y el garrote
y echó a andar en busca de las cabras. Y nunca más se volvió a mencionar el
tema.
No
hacía mucho que había ajustado cuentas con el secretario, así que a José le
extrañó sobremanera que pocos días después apareciera por allí una pareja de la
Guardia Civil que le traía un mensaje. El secretario, aprovechando que hacían
servicio por aquellos montes, le mandaba recado con ellos. Lo citaba en el
pueblo dos días después, en la taberna de los Pinto.
José
se quedó pensativo. Nunca antes había ocurrido algo así. Ya habían ajustado
cuentas y la cosecha de yero y arveja forrajera todavía no se había concluido,
así que ahí no había nada que calcular.
Si
taciturno montó la yegua José de madrugada, al regreso no venía mucho más
animado. El señorito le mandaba decir que vendía la finca y se la ofrecía nada
menos que por trescientas pesetas. ¡Trescientas pesetas!
En
aquella casa lo que había era mucha gente y mucho trabajo. Y buenos platos de
sopas con pan, huevos, patatas y lomo de orza en las ocasiones. Pero dinero,
dinero nunca había mucho allí. Había muchos niños que vestir, eso sí, y
semillas que comprar, obras que hacer en el caserón, jornales que pagar y
aperos que reparar.
Con
el señorito sabían que podían estar tranquilos mientras cumplieran con su parte
del trato, pero ahora quería cambiar de negocio. Al parecer, iba a montar una
destilería en la capital.
Pero,
¿y si compraba la finca otra familia? Si aquello lo compraba alguien de los
alrededores, podrían quedarse sin techo y sin medio de vida. ¿Cómo iba él a
criar a sus hijos? ¿Y qué iba a hacer con los criados, los porqueros y el resto
de trabajadores que no tenían donde caerse muertos?
Cuando
José, con la esperanza perdida, le contó la situación a Rosalía, ella le dijo
que tenía un dinerillo guardado. Tampoco se alegró en exceso, porque Rosalía no
podría tener mucho dinero, pero, aun así, le dijo que lo buscara. Igual algo se
podría hacer, pagar algún plazo, al menos, intentar llegar a un acuerdo; ya se
vería.
Cuando
Rosalía sacó la talega de la alacena, José se echó las manos a la cabeza. El
calcetín se le había quedado pequeño hacía tiempo ya y lo había cambiado por
una de las talegas viejas, que José no había visto nunca porque la alacena no
era un sitio en el que a él se le ocurriera poner los pies. Si necesitaba algo,
se lo pedía a Rosalía o a alguna de las niñas y se lo servían. Como debía ser.
Aquello
resultó ser una tarea para la que ninguno de los dos estaba preparado. Rosalía
no sabía de números y reglas, mucho menos de céntimos, perras gordas, perras
chicas y pesetas. Guardaba las monedas porque sabía que tenían valor, pero en
realidad, ignoraba cuánto. Y José nunca había visto tanta monedilla junta y no
era capaz de calcular el total.
Mandó
al gañán al lagar deprisa y corriendo en busca de su hermano Frasquito, con la
esperanza de que él pudiera ayudarlos, porque ese sí que era listo. Y cuando le
contaron la situación nada más llegar, empezó a apilar las monedas parsimoniosamente:
diez perras gordas, una peseta; veinte perras chicas, una peseta. Después, solo
tendrían que contar los montones para saber cuántas pesetas había en total.
Se
les echó la noche encima y aquello no daba visos de terminar, pero allí
siguieron los dos después de cenar con el plato en las rodillas, porque la mesa
estaba llena de pequeñas torres de monedas apiladas y no querían ni tocarla, no
fuesen a desparramárseles otra vez.
A
la luz del candil colgado del testero y de las dos palmatorias que Rosalía les
había traído, siguieron hasta tener apiladas las más de cuatro mil monedas que
Rosalía les había entregado.
Con
los nervios, no atinaban a ponerse de acuerdo en el número de montones que
tenían por delante, así que al final, decidieron dejar eso para la mañana, ya
con luz.
Trescientos
montones y cuatro perras gordas. Esa fue la cuenta que sacaron por la mañana.
Quizá el bisabuelo debería haberle cambiado el nombre a la finca cuando la
compró, cortijo Rosalía. No lo hizo, pero allí crio Juan a sus hijos y una de
sus nietas lleva su nombre.
Magnífica y bellísima historia y qué bien contada. Me he deleitado con su lectura que me ha retrotraído a mi infancia y al recuerdo de mi abuela Trinidad. Gracias y felicidades!!
ResponderEliminarHacia tiempo que no leía, muchos años y es un placer leer algo así
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