Con las manos ateridas y los ojos desorbitados, Yekaterina
intentaba cubrirse la barriga con un chaquetón violeta que resultaba claramente
insuficiente. No había habido tiempo de buscar otro; quizá el negro que había
descartado unos meses antes porque le quedaba demasiado grande. No era solo
frío lo que sentía. De manera inconsciente, buscaba proteger su panza con
aquella tela acolchada, como si pretendiera convertir la guata del relleno en
un escudo contra lo que no lograba procesar porque, en su estupor, aquellas
imágenes que llegaban a su cerebro carecían de sentido.
Le resultaba difícil caminar. Miraba al
suelo continuamente; temía tropezar con los cascotes y los escombros. Había
cristales rotos por todas partes, lo que hacía peligroso su caminar. Si se
hería en los pies, quizá no pudiera seguir avanzando. En la esquina, había un
coche carbonizado, pero pasó sin mirar hacia el interior, no fuese a descubrir
a algún pobre aún menos afortunado que ella, mientras musitaba para sí una
especie de plegaria y rogaba que quienquiera que hubiera ido dentro hubiese
tenido tiempo de escapar.
Llevaba una mochila a la espalda.
Había metido en ella todo lo que le había parecido más necesario en aquel momento,
aunque se había desprendido ya de unas cuantas cosas. Debía seguir caminando y
el peso le había resultado insoportable. Le quedaba algo de ropa, pan y el
cargador del móvil. Tampoco se había desprendido de la toquilla blanca que
había comprado unas semanas atrás, cobijada aún en su reluciente envoltura
transparente, ni del chupete con dibujos de angelitos.
Se sentía pesada, trastornada por las
noches sin dormir y los días sin sosiego ni descanso. Cuando Pavlo se marchó,
se quedó sola en el piso que compartían. Se llevó un colchón al cuarto de baño,
la única estancia de la casa que no tenía ventana, y allí procuraba pasar la
mayor parte del tiempo. Solo salía para cocinar algo o si todo se quedaba en
silencio, a asomarse cautelosamente a la ventana. Después ya ni eso, porque
cuando vinieron a desalojar a los pocos habitantes que quedaban en el barrio,
la acompañaron a un refugio desde el que no se veía la luz del día.
Allí había pasado un par de semanas,
hacinada con una veintena de personas en un sótano oscuro y frío. La única
electricidad de la que disponían procedía de un generador y procuraban
administrarla para iluminarse y poder cargar los teléfonos móviles y los
ordenadores, el único vínculo que tenían con el mundo exterior y con los suyos,
pero hacía días que Yekaterina no tenía noticias de Pavlo y la losa de esa
incertidumbre le resultaba aún más pesada que la mochila, pero mucho más
difícil de abandonar.
Lo mismo pasaba con el miedo, un
bicho frío y viscoso que se le había pegado a la barriga y ahora no podía
quitarse de encima. Espeso y húmedo, la hacía estremecerse e intentaba
protegerse de él envolviéndose con sus propios brazos, pero todo era inútil.
Hasta entonces, el miedo había sido algo pasajero y concreto en su vida. Sin
embargo, últimamente había adoptado múltiples formas: el miedo a oír pesadas
pisadas de botas en la escalera, a que se abriera de repente la puerta del
refugio y aparecieran soldados armados con los labios estirados en una sonrisa
cruel y vengativa, a que el edificio se derrumbara con ella dentro y la
espachurrara sin piedad, miedo al dolor, a enfermar y no poder aguantar; pero,
sobre todo, miedo a no volver a ver a Pavlo, a que alguno de los dos pudiera
morir.
También pensaba en su madre mientras
caminaba. Los primeros días le había rogado insistentemente que intentase
llegar a Rusia. La informó de que había corredores para sacar a los ciudadanos
rusos de la guerra, pero Yekaterina se había negado en redondo. No podía dejar
solo a Pavlo, no podía ir a refugiarse al país que estaba atacando el que ahora
era su hogar, aunque hubiese nacido allí hacía treinta años y su familia
siguiera viviendo en la misma ciudad de siempre.
Aunque su madre tenía una versión muy
diferente. La irritó que pusiera en duda sus palabras, que contradijera lo que
Yekaterina le contaba. Porque, según su madre, no se trataba de una invasión,
sino de una operación para el mantenimiento de la paz, para acabar con los
nazis de Ucrania. Al final, le había colgado el teléfono.
A pesar de todo, por un solo segundo
había acariciado la idea de ponerse a salvo, el tiempo que había tardado en
pensar, mientras la recorría un escalofrío, en la posibilidad de quedarse allí
encerrada, de no poder volver a salir para reunirse con Pavlo. Porque daba por
sentado que él nunca querría volver a poner los pies en Rusia, en el caso de
que eso alguna vez pudiera volver a ser posible.
Se oyeron disparos tras los edificios
y vio cómo la gente que caminaba por delante de ella, empezaba a mirar nerviosa
a un lado y otro. Algunos dejaron los bultos y corrieron hacia los bloques derruidos
en busca de algún agujero en el que guarecerse. Yekaterina se quedó helada por
un momento, se apretó la barriga y esperó unos segundos. Los disparos no se
repitieron y decidió continuar caminando. Tenía que salir de allí. Un poco más,
un poco más. Si no lo hacía ya, tendría que quedarse.
Volvió a arrebujarse en el chaquetón
y pensó en Pavlo, en el muchachote rubio y tímido con el que había chocado en
los pasillos de la universidad. Se había matriculado en la Universidad Estatal
de Moscú para hacer un máster en matemática computacional y miraba ensimismado los
carteles cuando ella pasó a toda prisa con la cabeza girada hacia atrás para
despedirse de su compañera Yelena y lo arrolló. En contra de lo que esperaba,
Pavlo no se mostró furioso, ni siquiera molesto, y aceptó sus disculpas
mientras la ayudaba a recoger las carpetas y los libros que habían salido
despedidos de sus brazos.
Notó que los que iban delante
aminoraban la marcha y oyó a alguien decir que estaban ya cerca de la frontera.
Le flaquearon las piernas. De repente, saber que le quedaba poco le hizo sentir
de golpe el cansancio que arrastraba, pero tenía que seguir, no podía parar,
tenía que ponerse a salvo. El río de gente se detuvo por completo, apretujados
unos contra otros. Ahora oyó los llantos de los chiquillos, cansados también,
sumidos como ella, como todos, en la incomprensión más absoluta.
Nada más pisar suelo polaco,
Yekaterina sintió que las lágrimas le surcaban las mejillas. Estaba a salvo y
ahora solo quedaba saber algo de Pavlo. Las manos nudosas de una anciana le
ofrecieron un vaso de plástico con té humeante y un joven con un chaleco
naranja le ofreció un bocadillo y le indicó hacia dónde debía dirigirse,
siguiendo una de las filas en las que dividían a los refugiados que iban
llegando.
Respondió aturdida a las preguntas
que le formularon cuando le llegó el turno. Era rusa, no ucraniana. Temerosa
del efecto que esa revelación pudiera tener, sacó con mano temblorosa su
certificado de matrimonio. Estaba casada con un ucraniano y hacía varios años
que residía y trabajaba en el país. Además de ruso y ucraniano, hablaba alemán
porque había vivido en Berlín durante un año gracias a una beca de
investigación.
Ese dato fue determinante para
decidir su país de destino y, tras pasar una noche descansando en un centro de
acogida atestado, tumbada en un catre plegable y cubierta con mantas que otros
más afortunados que ella habían llevado hasta allí, subió a un tren con destino
a Berlín. Aún cansada, pero sin que el frío le mordiera las manos ni el hambre
el estómago, se acomodó en el asiento y conectó el cargador de su móvil a la
ranura que tenía frente a ella. «Si tuviera noticias de Pavlo, si
supiera que está bien», pensó, «podría llegar a sentir algo parecido a la felicidad.»
En el centro le habían proporcionado
un chaquetón más grande que sí podía cerrar para cobijar en su interior todo su
cuerpo, pero no se había deshecho de su chaquetón violeta, que ahora utilizaba
a modo de manta para cubrirse durante el viaje y al que se aferraba como a un
talismán. Tenía por delante muchas horas, unas dieciocho, según los
voluntarios, así que se dejó mecer por el traqueteo del tren y se durmió al
poco.
Despertó sobresaltada, agarrándose la
barriga mientras respiraba de manera entrecortada. La mujer que viajaba a su
lado le puso una mano tranquilizadora en el antebrazo; solo se trataba del
silbato del tren en una estación. El sonido la había sacado del sueño
convertido en el eco de la sirena que avisaba de los bombardeos y la había
trasladado de nuevo al sótano oscuro en el que se había refugiado durante semanas.
Se volvió hacia la ventanilla y, de
nuevo como en un sueño, vio que allí fuera junto a la estación, las casas no
estaban ennegrecidas ni derruidas, las ventanas tenían cristales y salía humo
de las chimeneas. Los árboles continuaban en pie, la nieve seguía siendo blanca
y reluciente donde nadie la había pisado, un cartero repartía el correo, la
gente caminaba por la calle con bolsas de la compra e incluso los niños iban al
colegio.
No faltaba mucho para llegar a Berlín
cuando empezó a sentir calambres en la barriga. No era la fecha prevista, así
que no le dio mucha importancia; pensó que se debería a la larguísima caminata
en su estado, a los nervios, al miedo, al cansancio, a cualquiera de las cosas
que habían alterado su vida de aquel modo tan brutal. Pero cuando aquellos
calambres empezaron a volverse más intensos, se puso alerta. No recordaba haber
sentido nada parecido nunca en su vida.
Contenía la respiración cada vez que
sentía uno de aquellos calambres y la mujer que viajaba a su lado se percató de
que algo le pasaba a Yekaterina. De hecho, fue ella la que la ayudó a bajar del
tren cuando llegaron y la que se dirigió a los voluntarios para alertar del
estado de la joven. «Bitte machen Sie Platz! Bitte machen Sie Platz!» repetía la chica rubia que se hizo
cargo de ella y la apretada fila de refugiados se iba abriendo para dejarles
paso.
El pequeño Paulsen nació a los 48
días de que el mundo de sus padres se convirtiera en un infierno a golpe de
tanques y disparos. A los 48 días de que su padre tuviera que unirse al
ejército ucraniano y de que su madre metiera un colchón en el cuarto de baño
para intentar mantenerse a salvo de las explosiones y los estallidos.
Paulsen, un nombre alemán que venía a
significar «pequeño, hijo de Pablo». Por su padre
y por el país que la había acogido a ella. Era el nombre perfecto para aquel
rayo de esperanza en forma de bebé que ahora sostenía emocionada en sus brazos.
La enfermera le hizo una foto a
Yekaterina con el pequeño Paulsen en los brazos cubierto por el chaquetón
violeta que antes la había arropado a ella. El mismo que Pavlo le regalara el
primer invierno que pasaron juntos. Antes de que tuviera tiempo de enviársela a
Pavlo, se iluminó la pantalla del móvil: acababa de llegar un mensaje. Pavlo
estaba a salvo perdido en algún lugar de Ucrania que no podía revelarle. Aún
había esperanza. La vida se abría paso de nuevo y su hijo no había podido
recibir mejor regalo por su nacimiento: seguía teniendo a su padre y a su
madre.
Yekaterina recordó las palabras de Nietzsche
que después repitiera Viktor Frankl: «Quien tiene algo por qué vivir es capaz
de soportar cualquier cómo» y le brotó una sonrisa porque supo que Paulsen
ahora envolvía a Pavlo en un halo protector igual que el chaquetón violeta
envolvía a su hijo.
No he podido despegar los ojos del relato; está tan bien contado que me he visto compartiendo vagón de tren con Yekaterina.
ResponderEliminarY sí, quien tiene en su vida a alguien a quien ame incondicionalmente, cualquiera que sea el vínculo afectivo con ese ser amado, saca fuerzas de donde no las hay, porque no existe energía más poderosa ni que haga sentir al ser humano más pleno y capaz que el amor.
Yo también he sentido la angustia y el miedo de Yekaterina mientras leía el relato. Y también, al final, su esperanza. Es un relato muy vivo, muy lleno de vida.
ResponderEliminarImpresionante como consigue que formes parte del relato como si estuvieses viviéndolo. Gracias
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