viernes, 13 de mayo de 2022

El pequeño Paulsen

 


Con las manos ateridas y los ojos desorbitados, Yekaterina intentaba cubrirse la barriga con un chaquetón violeta que resultaba claramente insuficiente. No había habido tiempo de buscar otro; quizá el negro que había descartado unos meses antes porque le quedaba demasiado grande. No era solo frío lo que sentía. De manera inconsciente, buscaba proteger su panza con aquella tela acolchada, como si pretendiera convertir la guata del relleno en un escudo contra lo que no lograba procesar porque, en su estupor, aquellas imágenes que llegaban a su cerebro carecían de sentido.

Le resultaba difícil caminar. Miraba al suelo continuamente; temía tropezar con los cascotes y los escombros. Había cristales rotos por todas partes, lo que hacía peligroso su caminar. Si se hería en los pies, quizá no pudiera seguir avanzando. En la esquina, había un coche carbonizado, pero pasó sin mirar hacia el interior, no fuese a descubrir a algún pobre aún menos afortunado que ella, mientras musitaba para sí una especie de plegaria y rogaba que quienquiera que hubiera ido dentro hubiese tenido tiempo de escapar.

Llevaba una mochila a la espalda. Había metido en ella todo lo que le había parecido más necesario en aquel momento, aunque se había desprendido ya de unas cuantas cosas. Debía seguir caminando y el peso le había resultado insoportable. Le quedaba algo de ropa, pan y el cargador del móvil. Tampoco se había desprendido de la toquilla blanca que había comprado unas semanas atrás, cobijada aún en su reluciente envoltura transparente, ni del chupete con dibujos de angelitos.

Se sentía pesada, trastornada por las noches sin dormir y los días sin sosiego ni descanso. Cuando Pavlo se marchó, se quedó sola en el piso que compartían. Se llevó un colchón al cuarto de baño, la única estancia de la casa que no tenía ventana, y allí procuraba pasar la mayor parte del tiempo. Solo salía para cocinar algo o si todo se quedaba en silencio, a asomarse cautelosamente a la ventana. Después ya ni eso, porque cuando vinieron a desalojar a los pocos habitantes que quedaban en el barrio, la acompañaron a un refugio desde el que no se veía la luz del día.

Allí había pasado un par de semanas, hacinada con una veintena de personas en un sótano oscuro y frío. La única electricidad de la que disponían procedía de un generador y procuraban administrarla para iluminarse y poder cargar los teléfonos móviles y los ordenadores, el único vínculo que tenían con el mundo exterior y con los suyos, pero hacía días que Yekaterina no tenía noticias de Pavlo y la losa de esa incertidumbre le resultaba aún más pesada que la mochila, pero mucho más difícil de abandonar.

Lo mismo pasaba con el miedo, un bicho frío y viscoso que se le había pegado a la barriga y ahora no podía quitarse de encima. Espeso y húmedo, la hacía estremecerse e intentaba protegerse de él envolviéndose con sus propios brazos, pero todo era inútil. Hasta entonces, el miedo había sido algo pasajero y concreto en su vida. Sin embargo, últimamente había adoptado múltiples formas: el miedo a oír pesadas pisadas de botas en la escalera, a que se abriera de repente la puerta del refugio y aparecieran soldados armados con los labios estirados en una sonrisa cruel y vengativa, a que el edificio se derrumbara con ella dentro y la espachurrara sin piedad, miedo al dolor, a enfermar y no poder aguantar; pero, sobre todo, miedo a no volver a ver a Pavlo, a que alguno de los dos pudiera morir.

También pensaba en su madre mientras caminaba. Los primeros días le había rogado insistentemente que intentase llegar a Rusia. La informó de que había corredores para sacar a los ciudadanos rusos de la guerra, pero Yekaterina se había negado en redondo. No podía dejar solo a Pavlo, no podía ir a refugiarse al país que estaba atacando el que ahora era su hogar, aunque hubiese nacido allí hacía treinta años y su familia siguiera viviendo en la misma ciudad de siempre.

Aunque su madre tenía una versión muy diferente. La irritó que pusiera en duda sus palabras, que contradijera lo que Yekaterina le contaba. Porque, según su madre, no se trataba de una invasión, sino de una operación para el mantenimiento de la paz, para acabar con los nazis de Ucrania. Al final, le había colgado el teléfono.

A pesar de todo, por un solo segundo había acariciado la idea de ponerse a salvo, el tiempo que había tardado en pensar, mientras la recorría un escalofrío, en la posibilidad de quedarse allí encerrada, de no poder volver a salir para reunirse con Pavlo. Porque daba por sentado que él nunca querría volver a poner los pies en Rusia, en el caso de que eso alguna vez pudiera volver a ser posible.

Se oyeron disparos tras los edificios y vio cómo la gente que caminaba por delante de ella, empezaba a mirar nerviosa a un lado y otro. Algunos dejaron los bultos y corrieron hacia los bloques derruidos en busca de algún agujero en el que guarecerse. Yekaterina se quedó helada por un momento, se apretó la barriga y esperó unos segundos. Los disparos no se repitieron y decidió continuar caminando. Tenía que salir de allí. Un poco más, un poco más. Si no lo hacía ya, tendría que quedarse.

Volvió a arrebujarse en el chaquetón y pensó en Pavlo, en el muchachote rubio y tímido con el que había chocado en los pasillos de la universidad. Se había matriculado en la Universidad Estatal de Moscú para hacer un máster en matemática computacional y miraba ensimismado los carteles cuando ella pasó a toda prisa con la cabeza girada hacia atrás para despedirse de su compañera Yelena y lo arrolló. En contra de lo que esperaba, Pavlo no se mostró furioso, ni siquiera molesto, y aceptó sus disculpas mientras la ayudaba a recoger las carpetas y los libros que habían salido despedidos de sus brazos.

Notó que los que iban delante aminoraban la marcha y oyó a alguien decir que estaban ya cerca de la frontera. Le flaquearon las piernas. De repente, saber que le quedaba poco le hizo sentir de golpe el cansancio que arrastraba, pero tenía que seguir, no podía parar, tenía que ponerse a salvo. El río de gente se detuvo por completo, apretujados unos contra otros. Ahora oyó los llantos de los chiquillos, cansados también, sumidos como ella, como todos, en la incomprensión más absoluta.

Nada más pisar suelo polaco, Yekaterina sintió que las lágrimas le surcaban las mejillas. Estaba a salvo y ahora solo quedaba saber algo de Pavlo. Las manos nudosas de una anciana le ofrecieron un vaso de plástico con té humeante y un joven con un chaleco naranja le ofreció un bocadillo y le indicó hacia dónde debía dirigirse, siguiendo una de las filas en las que dividían a los refugiados que iban llegando.

Respondió aturdida a las preguntas que le formularon cuando le llegó el turno. Era rusa, no ucraniana. Temerosa del efecto que esa revelación pudiera tener, sacó con mano temblorosa su certificado de matrimonio. Estaba casada con un ucraniano y hacía varios años que residía y trabajaba en el país. Además de ruso y ucraniano, hablaba alemán porque había vivido en Berlín durante un año gracias a una beca de investigación.

Ese dato fue determinante para decidir su país de destino y, tras pasar una noche descansando en un centro de acogida atestado, tumbada en un catre plegable y cubierta con mantas que otros más afortunados que ella habían llevado hasta allí, subió a un tren con destino a Berlín. Aún cansada, pero sin que el frío le mordiera las manos ni el hambre el estómago, se acomodó en el asiento y conectó el cargador de su móvil a la ranura que tenía frente a ella. «Si tuviera noticias de Pavlo, si supiera que está bien», pensó, «podría llegar a sentir algo parecido a la felicidad.»

En el centro le habían proporcionado un chaquetón más grande que sí podía cerrar para cobijar en su interior todo su cuerpo, pero no se había deshecho de su chaquetón violeta, que ahora utilizaba a modo de manta para cubrirse durante el viaje y al que se aferraba como a un talismán. Tenía por delante muchas horas, unas dieciocho, según los voluntarios, así que se dejó mecer por el traqueteo del tren y se durmió al poco.

Despertó sobresaltada, agarrándose la barriga mientras respiraba de manera entrecortada. La mujer que viajaba a su lado le puso una mano tranquilizadora en el antebrazo; solo se trataba del silbato del tren en una estación. El sonido la había sacado del sueño convertido en el eco de la sirena que avisaba de los bombardeos y la había trasladado de nuevo al sótano oscuro en el que se había refugiado durante semanas.

Se volvió hacia la ventanilla y, de nuevo como en un sueño, vio que allí fuera junto a la estación, las casas no estaban ennegrecidas ni derruidas, las ventanas tenían cristales y salía humo de las chimeneas. Los árboles continuaban en pie, la nieve seguía siendo blanca y reluciente donde nadie la había pisado, un cartero repartía el correo, la gente caminaba por la calle con bolsas de la compra e incluso los niños iban al colegio.

No faltaba mucho para llegar a Berlín cuando empezó a sentir calambres en la barriga. No era la fecha prevista, así que no le dio mucha importancia; pensó que se debería a la larguísima caminata en su estado, a los nervios, al miedo, al cansancio, a cualquiera de las cosas que habían alterado su vida de aquel modo tan brutal. Pero cuando aquellos calambres empezaron a volverse más intensos, se puso alerta. No recordaba haber sentido nada parecido nunca en su vida.

Contenía la respiración cada vez que sentía uno de aquellos calambres y la mujer que viajaba a su lado se percató de que algo le pasaba a Yekaterina. De hecho, fue ella la que la ayudó a bajar del tren cuando llegaron y la que se dirigió a los voluntarios para alertar del estado de la joven. «Bitte machen Sie Platz! Bitte machen Sie Platz!» repetía la chica rubia que se hizo cargo de ella y la apretada fila de refugiados se iba abriendo para dejarles paso.

El pequeño Paulsen nació a los 48 días de que el mundo de sus padres se convirtiera en un infierno a golpe de tanques y disparos. A los 48 días de que su padre tuviera que unirse al ejército ucraniano y de que su madre metiera un colchón en el cuarto de baño para intentar mantenerse a salvo de las explosiones y los estallidos.

Paulsen, un nombre alemán que venía a significar «pequeño, hijo de Pablo». Por su padre y por el país que la había acogido a ella. Era el nombre perfecto para aquel rayo de esperanza en forma de bebé que ahora sostenía emocionada en sus brazos.

La enfermera le hizo una foto a Yekaterina con el pequeño Paulsen en los brazos cubierto por el chaquetón violeta que antes la había arropado a ella. El mismo que Pavlo le regalara el primer invierno que pasaron juntos. Antes de que tuviera tiempo de enviársela a Pavlo, se iluminó la pantalla del móvil: acababa de llegar un mensaje. Pavlo estaba a salvo perdido en algún lugar de Ucrania que no podía revelarle. Aún había esperanza. La vida se abría paso de nuevo y su hijo no había podido recibir mejor regalo por su nacimiento: seguía teniendo a su padre y a su madre.

Yekaterina recordó las palabras de Nietzsche que después repitiera Viktor Frankl: «Quien tiene algo por qué vivir es capaz de soportar cualquier cómo» y le brotó una sonrisa porque supo que Paulsen ahora envolvía a Pavlo en un halo protector igual que el chaquetón violeta envolvía a su hijo.

 

 

Foto: @marksofmana en unsplash.com

3 comentarios:

  1. No he podido despegar los ojos del relato; está tan bien contado que me he visto compartiendo vagón de tren con Yekaterina.
    Y sí, quien tiene en su vida a alguien a quien ame incondicionalmente, cualquiera que sea el vínculo afectivo con ese ser amado, saca fuerzas de donde no las hay, porque no existe energía más poderosa ni que haga sentir al ser humano más pleno y capaz que el amor.

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  2. Yo también he sentido la angustia y el miedo de Yekaterina mientras leía el relato. Y también, al final, su esperanza. Es un relato muy vivo, muy lleno de vida.

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  3. Impresionante como consigue que formes parte del relato como si estuvieses viviéndolo. Gracias

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