Desde que me vi tirada en el suelo observando mi muñeca
deforme con incredulidad, un solo pensamiento me impulsó: tengo que buscar
ayuda. En estado de shock e incapaz
de levantarme por mis propios medios, recibí ayuda por primera vez. Una familia
que esperaba su turno en la ducha instalada al pie de las escaleras, vino a
socorrerme ante la incapacidad de mi hija para reaccionar, presa del
nerviosismo de ver a su madre indefensa en el suelo.
El hombre subió la escalera
rápidamente y me ayudó a ponerme de pie mientras su mujer y su hija adolescente
me preguntaban a quién podían llamar. Les di las gracias y les aseguré que sólo
necesitaba llamar a un taxi para que me llevase a urgencias. Lo único urgente
en aquel momento era que yo llegase a las urgencias del hospital, valgan todas
las redundancias posibles.
Dando gracias por haberme llevado las
tarjetas y el teléfono a la playa, pedí un taxi y dejé a mi hija nerviosa y
desamparada con las sillas, la bolsa de las toallas y nuestra perrita al borde
de aquella carretera.
También di gracias por el hecho de
que el taxi tardase pocos minutos en llegar, a pesar del gentío que acude a
estas playas en el mes de julio y que, en ocasiones, provoca atascos
multitudinarios.
Asimismo, las di de nuevo por tener un trabajo que me permite
llevar una tarjeta con fondos en el bolso. Y otra tarjeta, mucho más valiosa,
que me garantiza asistencia sanitaria.
Al llegar al hospital, me encontré
con la aglomeración habitual de los meses de verano en cualquier lugar de esta
costa. Esperé pacientemente mi turno con el estoicismo de lo inevitable, a
pesar de que el dolor empezaba a taladrarme la muñeca y a humedecerme los ojos.
Tras una nueva espera que empezaba a
hacerse interminable, al fin pude pasar a la consulta tras girarme para abrir
las puertas de cristal empujando con el cuerpo, puesto que mi única mano hábil
estaba ocupada sosteniendo el neceser y el sombrero de playa que llevaba puesto
cuando me caí.
Me recibió una doctora joven que
probablemente no había cumplido los treinta. Tras hacerme unas cuantas
preguntas, decidió que lo primero que hacía falta era una radiografía, de modo
que pasé a otra sala de espera, donde a los pocos minutos apareció una
radióloga también muy joven que me ayudó a colocar mi mano dolorida sobre la
placa con un mimo exquisito.
Siguiendo sus instrucciones, volví a
la sala de espera exterior tras maniobrar para abrir la puerta con más
dificultades esta vez porque ahora se trataba de tirar y no de empujar.
Cuando mi número volvió a aparecer en
la pantalla, pasé de nuevo a la consulta donde la doctora me informó con
expresión compungida de que me había roto un hueso. No puedo decir que me
sorprendiera, a la vista de la deformidad de mi brazo.
Para entonces el dolor había empezado
a volverse punzante y a extenderse por todo el brazo, que me sostenía con el
otro para intentar mitigarlo. Me informó de que tendría que verme un
traumatólogo, que no llegaría hasta las cuatro. Ni por un instante creí que el
especialista fuese a ser puntual, de modo que me preparé para pasar toda la
tarde esperando.
La enfermera que me puso la vía para
inyectarme los calmantes era aún más joven que la doctora, así como el resto
del personal que pululaba por aquella sala. Incluso el enfermero a cargo de la
sala de observación era menor de treinta años.
Cuando los calmantes hicieron su efecto y pude volver a pensar con cierta claridad, deduje que probablemente se
tratara de jóvenes profesionales contratados para cubrir las vacaciones de los
sanitarios más veteranos.
Impaciente, miraba el móvil de vez en
cuando para saber la hora y me sorprendió enormemente que a las cuatro se me
acercase otro joven alto y moreno que resultó ser el traumatólogo que tanto
estaba necesitando y que se tomó la molestia de explicarme detalladamente lo
que me ocurría y el procedimiento mediante el cual iba a recolocarme el hueso.
Tras una experiencia que no le deseo ni
a mi peor enemiga y mientras esperaba una nueva radiografía, di gracias de
nuevo por no ser la señora a la que había estado a punto de darle un infarto,
ni el señor de la silla dos que estaba sufriendo un cólico biliar ni tampoco
uno de los pacientes enganchados al oxígeno en la sala acristalada que tenía
enfrente.
Cuando al fin salí por la puerta con
el brazo escayolado y con la certeza de que tarde o temprano mi muñeca volvería
a ser la de antes, es decir, útil e indolora, di gracias otra vez por vivir en
un país y una época en la que una fractura no te condena a una invalidez de por
vida. También por contar con la posibilidad de que cualquier joven que lo desee
y esté dispuesto a trabajar por ello, pueda llegar a convertirse en un
profesional indispensable. Y mucho más por el hecho de que existan muchos
jóvenes que ya lo han hecho y que siguen haciéndolo.
A pesar de la negrura que nos invade
y del pesimismo que a veces se hace fuerte al enfrentarnos a un problema que
parece no tener fin, comprendí que esa no es más que una faceta de nuestra
realidad. Hay esperanza y estamos en buenas manos. Gracias a la sociedad y al
país que entre todos hemos construido.
Y al reconocimiento de voz de Windows
que me ha permitido escribir esto.
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