jueves, 31 de marzo de 2022

La soledad

 


La soledad es un agujero que vive dentro de mí. Un hueco vacío que no se llena. La soledad no es un estado físico, eso hace mucho tiempo que lo sé. Es un estado del espíritu. Es una sensación fría que te acompaña cuando te enfrentas a la vida.

                Por supuesto que no tiene nada que ver con que haya gente alrededor. De hecho, eso precisamente puede agudizar el sentimiento de soledad. Estar rodeada de personas y no sentir conexión con ellas, sentirte desplazada o inexistente para ellas. Me pasa sobre todo en compañía de algunas parejas que se hablan entre ellos como si estuvieran solos y te quedas con la sensación de ser una convidada de piedra en su presencia. Creo que a veces hasta me remuevo en la silla, como si me preparara para marcharme por sentirme una intrusa en vidas ajenas.

                Hablando de parejas, ahí es donde más se puede llegar a sentir la soledad. Esa situación siempre me recuerda la frase de Nietzsche, «odio a quien me roba mi soledad sin, a cambio, ofrecerme compañía de verdad». No puedo estar más de acuerdo. No he sentido una soledad más aguda ni más triste que cuando he compartido sofá con alguien de quien me sentía a kilómetros de distancia. Distancia emocional. Desapego emocional.

Porque esa soledad es, además, una condena. Una cárcel. Siempre la he visualizado como el enorme portón de madera maciza claveteada de un castillo. Una puerta que te mantiene alejada del resto del mundo, por lo que se convierte también en un cepo que te impide moverte, avanzar.

Hay otras soledades puntuales, transitorias. Esa que se siente cuando alguien a quien aprecias te da la espalda en un momento de necesidad. De necesidad de apoyo, simplemente. Cuando te topas con el silencio o la indiferencia de alguien en quien de verdad habías confiado. Aunque esa muchas veces termina mezclada con dolor, asco o ironía, según de quién se trate. 

Obvio, ¿no? Mientras más amor sientas, más dolor sentirás también. Cuando sientes que alguien a quien amas mucho, te deja sola, el dolor siempre está presente. Porque hay amores y compañías que, al menos yo, he dado por sentados en determinados momentos de mi vida. Error. Gravísimo error. Aunque nada pueda salvarnos del dolor, afortunadamente la vida nos va enseñando a matizar y, sobre todo, a no esperar. Aunque eso también duela. Pero menos.

No sé si todos nacemos con esa soledad incrustada en el pecho, pero estoy segura de que no puedo ser un caso único. Hay una frase que se atribuye a Orson Welles, que dice que «todos nacemos solos, vivimos solos, morimos solos». Parafraseando el final de la cita, solo el amor y la amistad pueden hacernos tener la ilusión por un momento de que no es así. Suena muy derrotista, porque ya sabemos lo que significa la palabra «ilusión», algo que no es real, sino fruto de nuestra imaginación o nuestro deseo. Pero es posible que no le falte razón.

El amor, el amor. Al final todo llega al amor. Le otorgamos tantos poderes milagrosos y curativos, que al final terminamos esperando demasiado de él. Y ya sabemos lo que ocurre cuando tenemos unas expectativas demasiado altas e irreales, que la caída suele ser terrible.

Ante esta reflexión, he escuchado a algunas personas decir que el mayor amor del mundo reside dentro de ti misma. Hasta Whitney Houston nos lo dijo cantando. Pero me pregunto si esos que sienten ese amor tan grande dentro de sí mismos han logrado con él conjurar a la soledad.

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