La soledad es un agujero que vive
dentro de mí. Un hueco vacío que no se llena. La soledad no es un estado
físico, eso hace mucho tiempo que lo sé. Es un estado del espíritu. Es una
sensación fría que te acompaña cuando te enfrentas a la vida.
Por
supuesto que no tiene nada que ver con que haya gente alrededor. De hecho, eso
precisamente puede agudizar el sentimiento de soledad. Estar rodeada de
personas y no sentir conexión con ellas, sentirte desplazada o inexistente para
ellas. Me pasa sobre todo en compañía de algunas parejas que se hablan entre
ellos como si estuvieran solos y te quedas con la sensación de ser una
convidada de piedra en su presencia. Creo que a veces hasta me remuevo en la
silla, como si me preparara para marcharme por sentirme una intrusa en vidas
ajenas.
Hablando
de parejas, ahí es donde más se puede llegar a sentir la soledad. Esa situación
siempre me recuerda la frase de Nietzsche, «odio a quien me roba mi
soledad sin, a cambio, ofrecerme compañía de verdad». No puedo estar más de
acuerdo. No he sentido una soledad más aguda ni más triste que cuando he
compartido sofá con alguien de quien me sentía a kilómetros de distancia.
Distancia emocional. Desapego emocional.
Porque esa
soledad es, además, una condena. Una cárcel. Siempre la he visualizado como el
enorme portón de madera maciza claveteada de un castillo. Una puerta que te
mantiene alejada del resto del mundo, por lo que se convierte también en un
cepo que te impide moverte, avanzar.
Hay otras
soledades puntuales, transitorias. Esa que se siente cuando alguien a quien
aprecias te da la espalda en un momento de necesidad. De necesidad de apoyo,
simplemente. Cuando te topas con el silencio o la indiferencia de alguien en
quien de verdad habías confiado. Aunque esa muchas veces termina mezclada con
dolor, asco o ironía, según de quién se trate.
Obvio, ¿no?
Mientras más amor sientas, más dolor sentirás también. Cuando sientes que
alguien a quien amas mucho, te deja sola, el dolor siempre está presente.
Porque hay amores y compañías que, al menos yo, he dado por sentados en
determinados momentos de mi vida. Error. Gravísimo error. Aunque nada pueda
salvarnos del dolor, afortunadamente la vida nos va enseñando a matizar y,
sobre todo, a no esperar. Aunque eso también duela. Pero menos.
No sé si todos
nacemos con esa soledad incrustada en el pecho, pero estoy segura de que no
puedo ser un caso único. Hay una frase que se atribuye a Orson Welles, que dice
que «todos
nacemos solos, vivimos solos, morimos solos». Parafraseando el final de la
cita, solo el amor y la amistad pueden hacernos tener la ilusión por un momento
de que no es así. Suena muy derrotista, porque ya sabemos lo que significa la
palabra «ilusión», algo que no es real, sino fruto de nuestra imaginación o
nuestro deseo. Pero es posible que no le falte razón.
El amor,
el amor. Al final todo llega al amor. Le otorgamos tantos poderes milagrosos y
curativos, que al final terminamos esperando demasiado de él. Y ya sabemos lo
que ocurre cuando tenemos unas expectativas demasiado altas e irreales, que la
caída suele ser terrible.
Ante esta
reflexión, he escuchado a algunas personas decir que el mayor amor del mundo
reside dentro de ti misma. Hasta Whitney Houston nos lo dijo cantando. Pero me
pregunto si esos que sienten ese amor tan grande dentro de sí mismos han
logrado con él conjurar a la soledad.
Primera entrada en esta nueva andadura. Enhorabuena,y mucha suerte.
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